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sábado, febrero 28, 2004

Tarde de Perros

El espléndido brillo del sol contrastaba con la nube negra que tenia instalada en mi cabeza, esa fue la primera sensación al despertar de la siesta.
Como muchas siestas, había sido una buena idea en su comienzo, pero parecía que me iba a costar una vida para salir del trance. Poner la pava para el mate era el esfuerzo casi inhumano que algo vivo en mi cabeza, me decía que debía hacer, era una opinión, un buen consejo. Tratar de comprender la cocina con sus llaves, perillas, botones... todo para mantener el fuego controlado en el tiempo y el espacio, activar los dispositivos de las cosas que hacemos mecánicamente, automáticamente, era un tramite que no recordaba como comenzar.
La pava, con su artilugio, para que el agua chille de hervida, ese silbido tan agudo que duele solo de imaginarlo, inicia una reflexión recurrente; casi como una pesadilla, para nosotros, los cultores del rito del mate. Es el sonido del fracaso del agua. Ese sonido que traspasa los tímpanos, es el llanto del agua hervida recién nacida, que acaba de matar al agua para el mate. Ese mismo sonido que a un Ingles le hace mirar el reloj y le instala una sonrisa autosuficiente, cuando comprueba que son las cinco en punto.
El mate estaba en proceso de ejecución, solo había que esperar ese momento antes de que naciera la maldita agua hervida y asesina, el adecuado para retirar el agua del fuego, ese instante justo antes de la muerte del agua de mate. Me senté totalmente exhausto por el esfuerzo físico e intelectual, esperando los frutos del mismo, esperando mi resurrección.
Los golpes en la puerta fueron cuatro, suaves y de manos pequeñas, como todo me parecía extraño, me levante a abrir la puerta con más curiosidad de saber quien la golpeaba cuatro veces con manos pequeñas, que con ganas de hacer nada o de ver a nadie.
Eran los hijos de mi vecino. Siempre rompían las pelotas con las pelotas que se le cruzaban de lado del cerco. Yo puse cara, (mascara) de “otra vez rompiendo con la pelota”, idea civilizada, versión solo un poco más sociable de “otra vez rompiendo las pelotas”, les dije ”Que pasa”. La cara de ellos tenia ojos inyectados de furia y dolor. “¿Podemos pasar a buscar el gatito que su perro nos mató?”, esa fue su pregunta directa, sin que mediare unas ”buenas tardes” por parte de ellos tampoco. Ante semejante pregunta, uno no puede decir; “si, adelante, pasen por favor y llévense todos los gatos muertos del patio que quieran”. Fue lo primero que se me ocurrió, afortunadamente para los chicos no lo dije. “Pasen”, más el ademán de abrir un poco más la puerta fue la segunda opción, fue la opción elegida para ser ejecutada. Llegamos al patio del fondo y allí estaba el gatito, todo desarmado y con cara de gato que vio las siete muertes todas en una antes de morir. A su lado con cara de plena satisfacción por haber cumplido con su deber de fiel amigo del hombre, con el orgullo de haber hecho su tarea, a pesar del handicap de estar atado a ese tronco de ciprés, que hace también las veces de orinal, estaba mi perro. Tuve ganas de pegarle una flor de patada en las costillas, si no fuera por su maldito instinto, yo estaría sentado, esperando que el agua no hirviera –como cualquier otra vez en la vida que uno espera que las cosas no pasen-. Después de esas ganas ( las de patear al perro) me vinieron unas terribles ganas de patear al gato, estúpido y poco previsor, mal calculador de cadenas de perros atados. Esa idea me resultó poco practica, ya que el gato, después de todo ya había tenido su castigo y estaba lejos de patadas y otros castigos menores. Pasado un par de segundos, se me habían ido las ganas de patear y les pregunte a los chiquitos, que miraban al gato seguramente recordando momentos más felices, si querían una bolsita para poder llevárselo. Al triste “si”, de uno de los chiquitos, entré en la casa y les traje una bolsa de supermercado.
Una voz inesperada, dijo, ”Vas a necesitar una bolsa más grande”. Al levantar la vista, me encuentro con la cara de mi vecino (el papá de los chicos y quizás también el papá del gatito), mirándome del otro lado del cerco. A todo esto mi perro ya intuía que lo que había hecho, no estaba del todo bien por algún motivo lejos más allá de su comprensión, y se había zambullido en su cucha en un repliegue que no estimé por cobardía, sino como estratégico. Mirando al perro en la cucha, pensaba en la sugerencia de mi vecino y no encontraba el porque, entonces le pregunte, “¿para que una bolsa más grande? , fue una pregunta sincera, sin ninguna doble intención, como si le estuviera diciendo “parece que tenes una idea piola”
__ Para tu perro, porque te lo voy a matar. Yo mire a los chicos (dos de este lado del cerco y dos del otro, al lado de su papá) casi les digo, ¿vieron?, Su papá es más animal que mi perro. Tuve una imagen fugaz de mi vecino, atado a un árbol, en tres patas, ya que había levantado la restante para marcar el territorio. En cambio me salió, “ Mi perro está atado en mi terreno”. Fue una reafirmación de soberanía territorial (me vi a mi mismo correteando por mi terreno, meando libremente a los cuatro vientos). No sé que fue lo que él dijo, lo que yo escuche, fue el silbido de la pava, el agua del mate había muerto. Me precipite al interior de la casa, ya era tarde, por más que cerrara la llave del gas con bronca, ya era tarde, el agua había hervido, había muerto el agua del mate.
¿Porqué un día colgué el machete de la puerta del fondo?, No lo sé. Solo sé que se despertó de un humor peor que el mío cuando lo empuñe y salimos juntos al fondo. No había más gato, no había más chicos, solo estaba mi vecino, mi perro y el sol, ese maldito sol brillando implacable sobre todo lo que hay, ese sol que se refleja en el filo de los machetes que alienados buscan sombras, oscuridades.


De George Wellington, para Juan Salvo

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