sábado, abril 17, 2004
EL NIÑO BUSTOS
Me dicen El Niño Bustos, es uno de esos caprichos del destino, además del apellido que heredé del Viejo. Nací, me crié y vivo en el norte de San Juan; a muchos les es incomprensible como se puede conocer el mundo, si uno se queda en un mismo lugar el tiempo suficiente. Viajando en un tren estático viendo como todo transcurre, todo pasa para atrás.
El tiempo y el lugar que me ha dado Dios para que ocupe en este mundo es un misterio, esto es valido para todos, la vida y sobretodo el tiempo me han enseñado que lo misterioso tiene una arista distinta cada vez, siempre se puede encontrar una cara más del misterio, esa es la mejor explicación de porque es inexplicable.
De chico era callado, hasta los catorce años no pronuncie palabra, ni salió sonido alguno de mi garganta, mi presencia era la del silencio. En aquellos tiempos si alguien estaba callado era porque no tenía que decir. Siempre con mis ojos abiertos como en perpetuo asombro, me nombraban “El Niño Bustos” con ese don que tienen la gente de campo de nombrar las cosas y personas por su nombre, por lo que las caracteriza y las define, por lo que son. Podría haber sido El Mudito Bustos, pero de alguna manera sabían que eso no me definía, no me nombraba propiamente quizás por que en las cercanías había un mudo y habían escuchado como intentaba hablar en alguna que otra ocasión, esto me diferenciaba del Mudo, como todos sabemos, a cosas distintas, nombres distintos. A fuerza de que los que me conocían pensasen que yo era especial, mi silencio inspiraba respeto, invocaba sus silencios más profundos, los que se pueden aprovechar para hablar con uno mismo con sinceridad.
“Está empachao”; esas fueron mis primeras palabras; durante el festejo de mi catorceavo cumpleaños. Siempre festejan mis cumpleaños de manera especial, recordar mi nacimiento es para los paisanos como recordar que Dios no siempre esta tan enojado por nuestros pecados. Habían venido gentes de muchas leguas a la redonda, no eran muchos, nunca fuimos muchos por estos lados. Había una mamá primeriza con su chiquito de dos años, sentada en el patio en una silla de totora con el chiquito en brazos, lloraba con un desconsuelo silencioso, con ese miedo animal que solo las madres conocen entre los humanos, me acerqué con mi silencio que cumplía catorce años ese día y escuché que repetía, “Se me muere, se me muere”. Yo no dije nada, las palabras me salieron de algún lugar que no sabía que tenía hasta ese día y le toqué la pancita a la criatura, el chiquito que hacía días tenía aspecto y actitud de muerto, me miró, se sonrió y seguidamente con un rugidito de panza dejó un gran charco de mierda en ese lugar. Nadie limpió, era como limpiar la felicidad de aquella mamá. Hubo brindis; “El Niño Bustos habló”, más brindis, “El Niño Bustos lo curó”. En ese lugar del patio, nació un jazmín, sí, en el medio del desierto. Hay cosas que se hacen inexplicables de tantas explicaciones que tienen.
Palabras, nada más que palabras, solo tengo que decir algunas palabras para que la gente sienta que la curo de sus males. Para mí, es difícil de entender como la gente dice tantas palabras y no dice nada, para los hombres de ciencia es inexplicable que no habiendo aprendido a leer y escribir puedo hacerlo. No se conformarían nunca con mi explicación de que no aprendí porque siempre supe.
Una vez me trajeron un Turco para que lo curase de la tristeza que lo agarró en un atardecer del desierto, me contó donde había nacido, me contó de aquel otro desierto, el suyo. Hablamos de barcos árabes, de cómo se subió a uno, de que hacía meses que no hablaba con nadie. Nadie entendía sus palabras por estos pagos. Se fue contento y me dejó su Corán, del que habíamos leído juntos en aquel atardecer, los dos mirando al este. Tengo el don de la palabra, curo de palabra, nada más que palabras.
Las últimas palabras las dije hace tres días, no es que me haya olvidado de hablar, es que vivo solo y hace tres días me vino a visitar una señora. Venía en una carreta con un hombre tirado en la parte de atrás. Me contó de que no había forma de que el tipo dejara de chupar, que era un buen hombre pero que el alcohol lo tenía perdido hace años, ella lo quería bien y yo era su única esperanza porque ya lo había probado todo. Para traérmelo, lo había esperado en casa con un porrón de ginebra, cosa de que cuando llegó bien en pedo, le puso el porrón en la mesa y le dijo, “Acá tenes si es lo que te gusta”. Cuando quedó inconsciente, lo cargó en la carreta y me lo trajo. Plena siesta de enero y el tipo durmiendo la mona al sol, si no hacía algo pronto iba a tener que esperar que bajara el sol para enterrarlo. Me acerque despacio, la mujer me había dicho que le daba de ponerse malo y se había quedado dormido empuñando el facón. El tipo estaba mal, destilaba un olor a ginebra que ni las moscas se le acercaban, se movió un poco y abrió un ojo, el verme cerca hizo que se le abriera el otro ojo, sentí que me estaba midiendo para el puntazo, le dije lo que le tenía que decir, le dije mi verdad “uno es lo que mama” ese pensamiento que me nació cuando yo era amamantado, le ofrecí el jarro de agua que traía en la mano. Dejó el mango del facón y me recibió el jarro, bebió y me pidió disculpas con una mirada llena de vergüenza. No quisieron esperar a que bajase el sol para irse, dijeron que tenían muchas cosas para hacer y que el regreso iba a ser más fácil, porque ahora eran dos los que podían llevar las riendas.
Hoy es mi cumpleaños, y voy a festejarlo como muchos de los anteriores, llevando flores al la tumba de mi Vieja, porque cuando yo era muy chiquito ella falleció, porque de vez en cuando me gusta ver más gente, porque ella me hizo ser lo que soy, porque ciento sesenta y seis años no se cumplen todos los días, porque allí es donde disfruto más del secreto de ser el primer milagro de la Difunta Correa.
Nota:
Cuenta la leyenda que allá por el año 1835 un Criollo de apellido Bustos fue reclutado en una leva para las montoneras de Facundo Quiroga y llevado por la fuerza a La Rioja. Su mujer, María Antonia Deolinda Correa, desesperada porque su esposo iba enfermo, tomo a su hijo y siguió las huellas de la montonera.
Luego de mucho andar, y cuando estaba al borde de sus fuerzas, sedienta y agotada, se dejó caer en la cima de un pequeño cerro. Unos arrieros que pasaron luego por la zona, al ver animales de carroña que revoloteaban se acercaron al cerro y encontraron a la madre muerta y al niño aún con vida, amamantándose de sus pechos. Recogieron al niño, y dieron sepultura a la madre en la proximidades del Cementerio Vallecito, en la cuesta de la sierra Pie de Palo.
Fuente de la nota: Diccionario de Mitos y Leyendas – Equipo NAyA.-
George Wellington

Me dicen El Niño Bustos, es uno de esos caprichos del destino, además del apellido que heredé del Viejo. Nací, me crié y vivo en el norte de San Juan; a muchos les es incomprensible como se puede conocer el mundo, si uno se queda en un mismo lugar el tiempo suficiente. Viajando en un tren estático viendo como todo transcurre, todo pasa para atrás.
El tiempo y el lugar que me ha dado Dios para que ocupe en este mundo es un misterio, esto es valido para todos, la vida y sobretodo el tiempo me han enseñado que lo misterioso tiene una arista distinta cada vez, siempre se puede encontrar una cara más del misterio, esa es la mejor explicación de porque es inexplicable.
De chico era callado, hasta los catorce años no pronuncie palabra, ni salió sonido alguno de mi garganta, mi presencia era la del silencio. En aquellos tiempos si alguien estaba callado era porque no tenía que decir. Siempre con mis ojos abiertos como en perpetuo asombro, me nombraban “El Niño Bustos” con ese don que tienen la gente de campo de nombrar las cosas y personas por su nombre, por lo que las caracteriza y las define, por lo que son. Podría haber sido El Mudito Bustos, pero de alguna manera sabían que eso no me definía, no me nombraba propiamente quizás por que en las cercanías había un mudo y habían escuchado como intentaba hablar en alguna que otra ocasión, esto me diferenciaba del Mudo, como todos sabemos, a cosas distintas, nombres distintos. A fuerza de que los que me conocían pensasen que yo era especial, mi silencio inspiraba respeto, invocaba sus silencios más profundos, los que se pueden aprovechar para hablar con uno mismo con sinceridad.
“Está empachao”; esas fueron mis primeras palabras; durante el festejo de mi catorceavo cumpleaños. Siempre festejan mis cumpleaños de manera especial, recordar mi nacimiento es para los paisanos como recordar que Dios no siempre esta tan enojado por nuestros pecados. Habían venido gentes de muchas leguas a la redonda, no eran muchos, nunca fuimos muchos por estos lados. Había una mamá primeriza con su chiquito de dos años, sentada en el patio en una silla de totora con el chiquito en brazos, lloraba con un desconsuelo silencioso, con ese miedo animal que solo las madres conocen entre los humanos, me acerqué con mi silencio que cumplía catorce años ese día y escuché que repetía, “Se me muere, se me muere”. Yo no dije nada, las palabras me salieron de algún lugar que no sabía que tenía hasta ese día y le toqué la pancita a la criatura, el chiquito que hacía días tenía aspecto y actitud de muerto, me miró, se sonrió y seguidamente con un rugidito de panza dejó un gran charco de mierda en ese lugar. Nadie limpió, era como limpiar la felicidad de aquella mamá. Hubo brindis; “El Niño Bustos habló”, más brindis, “El Niño Bustos lo curó”. En ese lugar del patio, nació un jazmín, sí, en el medio del desierto. Hay cosas que se hacen inexplicables de tantas explicaciones que tienen.
Palabras, nada más que palabras, solo tengo que decir algunas palabras para que la gente sienta que la curo de sus males. Para mí, es difícil de entender como la gente dice tantas palabras y no dice nada, para los hombres de ciencia es inexplicable que no habiendo aprendido a leer y escribir puedo hacerlo. No se conformarían nunca con mi explicación de que no aprendí porque siempre supe.
Una vez me trajeron un Turco para que lo curase de la tristeza que lo agarró en un atardecer del desierto, me contó donde había nacido, me contó de aquel otro desierto, el suyo. Hablamos de barcos árabes, de cómo se subió a uno, de que hacía meses que no hablaba con nadie. Nadie entendía sus palabras por estos pagos. Se fue contento y me dejó su Corán, del que habíamos leído juntos en aquel atardecer, los dos mirando al este. Tengo el don de la palabra, curo de palabra, nada más que palabras.
Las últimas palabras las dije hace tres días, no es que me haya olvidado de hablar, es que vivo solo y hace tres días me vino a visitar una señora. Venía en una carreta con un hombre tirado en la parte de atrás. Me contó de que no había forma de que el tipo dejara de chupar, que era un buen hombre pero que el alcohol lo tenía perdido hace años, ella lo quería bien y yo era su única esperanza porque ya lo había probado todo. Para traérmelo, lo había esperado en casa con un porrón de ginebra, cosa de que cuando llegó bien en pedo, le puso el porrón en la mesa y le dijo, “Acá tenes si es lo que te gusta”. Cuando quedó inconsciente, lo cargó en la carreta y me lo trajo. Plena siesta de enero y el tipo durmiendo la mona al sol, si no hacía algo pronto iba a tener que esperar que bajara el sol para enterrarlo. Me acerque despacio, la mujer me había dicho que le daba de ponerse malo y se había quedado dormido empuñando el facón. El tipo estaba mal, destilaba un olor a ginebra que ni las moscas se le acercaban, se movió un poco y abrió un ojo, el verme cerca hizo que se le abriera el otro ojo, sentí que me estaba midiendo para el puntazo, le dije lo que le tenía que decir, le dije mi verdad “uno es lo que mama” ese pensamiento que me nació cuando yo era amamantado, le ofrecí el jarro de agua que traía en la mano. Dejó el mango del facón y me recibió el jarro, bebió y me pidió disculpas con una mirada llena de vergüenza. No quisieron esperar a que bajase el sol para irse, dijeron que tenían muchas cosas para hacer y que el regreso iba a ser más fácil, porque ahora eran dos los que podían llevar las riendas.
Hoy es mi cumpleaños, y voy a festejarlo como muchos de los anteriores, llevando flores al la tumba de mi Vieja, porque cuando yo era muy chiquito ella falleció, porque de vez en cuando me gusta ver más gente, porque ella me hizo ser lo que soy, porque ciento sesenta y seis años no se cumplen todos los días, porque allí es donde disfruto más del secreto de ser el primer milagro de la Difunta Correa.
Nota:
Cuenta la leyenda que allá por el año 1835 un Criollo de apellido Bustos fue reclutado en una leva para las montoneras de Facundo Quiroga y llevado por la fuerza a La Rioja. Su mujer, María Antonia Deolinda Correa, desesperada porque su esposo iba enfermo, tomo a su hijo y siguió las huellas de la montonera.
Luego de mucho andar, y cuando estaba al borde de sus fuerzas, sedienta y agotada, se dejó caer en la cima de un pequeño cerro. Unos arrieros que pasaron luego por la zona, al ver animales de carroña que revoloteaban se acercaron al cerro y encontraron a la madre muerta y al niño aún con vida, amamantándose de sus pechos. Recogieron al niño, y dieron sepultura a la madre en la proximidades del Cementerio Vallecito, en la cuesta de la sierra Pie de Palo.
Fuente de la nota: Diccionario de Mitos y Leyendas – Equipo NAyA.-
George Wellington