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lunes, mayo 24, 2004

LA REVOLUCION ES UN SUEÑO ETERNO
La vida es sueño
por Andrés Rivera


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¿Sabían los jacobinos de la Primera Junta en esa remota, casi improbable fría y lluviosa mañana de mayo de 1810, qué vientos corrían por el planeta? Hasta donde eran jacobinos, hasta donde alcanzaba su lectura de la historia, hasta donde se decían que la historia no era una pesadilla de la que deseaban evadirse, sabían que la Santa Alianza levantaba, en Europa, los estandartes del retorno al viejo orden, y que Napoleón, el representante más sagaz de la burguesía francesa ­a quien el bueno de Hegel llamó el alma del mundo­ cumplía, con prolijidad y genio, la tarea de enterrar los ecos del desmoronamiento de la Bastilla, de Valmy, y del sueño igualitario de los sansculottes.
Y, sin embargo, pocos como fueron, tal vez desesperados, en una tierra de vacas, contrabandistas y evasores de impuestos, ausente la base social que los respaldase, confiaron al futuro su venganza y su reivindicación.
Escribieron sus proclamas en La Gazeta de Buenos Aires; trazaron, en la penumbra de la clandestinidad, un plan de operaciones que Maquiavelo hubiese aprobado; colgaron de un poste a Martin de Alzaga y fusilaron a Santiago de Liniers, dos de las cabezas más prestigiosas de la contrarrevolución; fundaron regimientos; liberaron esclavos, pardos y morenos, y con ellos conocieron la derrota en Huaqui, Vilcapugio, Ayohuma, y triunfaron, sobre los ejércitos monárquicos, en Tucumán y Salta, en Florida y Chiquitas y Chacabuco. Y, llegado el momento, no rehusaron ser implacables. Eso se les reprochó a los revolucionarios de mayo: que fueran implacables. Nicolás Rodríguez Peña, que habló por los que no tenian fortuna ni vacas ni tierras, supo responder a los hipócritas, a los saciados y conversos. "Castelli ­dijo­ no era feroz ni cruel. Obraba así porque así estábamos comprometidos a obrar todos. Cualquier otro, debiéndole a la patria lo que nos habíamos comprometido a darle, habría obrado como él. Lo habíamos jurado todos y hombres de nuestro temple no podían echarse atrás. Repróchennos ustedes que no han pasado por las mismas necesidades ni han tenido que obrar en el mismo terreno. ¡Que fuimos crueles...! ¡Vaya con el cargo!; mientras tanto, ahí tienen ustedes una patria que no está ya en compromiso de serlo. ¿Hubo otros medios? Así será; nosotros no lo vimos ni creímos que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos . "
Hubo otra voz que juzgó a los que no renegaron del esplendor fugaz y salvaje de la Revolución. El brigadier Juan Manuel de Rosas, que no militó en los ejércitos de la independencia, exaltó, no sin melancolía, los apacibles días que precedieron al 25 de Mayo de 1810.
¿A qué se alude, entonces, cuando se nombra esa fecha? ¿A una celebración escolar, rutinaria y aburrida? Sí. ¿A calles y monumentos que nivelan, en los altares erigidos por los apologistas de la unidad nacional, a enemigos profundos, irreconciliables? Sí. ¿A un país poseído por los Anchorena, los Pereyra, los Leloir y otros caballeros de quienes el señor Domingo Faustino Sarmiento, un entusiasta paranoico del progreso a la norteamericana, abominó en un instante de lucidez? Sí. Pero también a la utopía, y a los que todavía no desisten de ella.


nota aparecida en Página/3, revista aniversario de Página/12, junio de 1990. © Página SRL


Habla Castelli

Escribo: un tumor me pudre la lengua. Y el tumor que la pudre me asesina con la perversa lentitud de un verdugo de pesadilla. ¿Yo escribí eso, aquí, en Buenos Aires, mientras oía llegar la lluvia, el invierno, la noche?
Y ahora escribo: me llamaron -¿importa cuándo?- el orador de la Revolución. Escribo: una risa larga y trastornada se enrosca en el vientre de quien fue llamado el orador de la Revolución. Escribo: mi boca no ríe. La podredumbre prohíbe, a mi boca, la risa.
Yo, Juan José Castelli, que escribí que un tumor me pudre la lengua, ¿sé, todavía, que una risa larga y trastornada cruje en mi vientre, que hoy es la noche de un día de junio, y que llueve, y que el invierno llega a las puertas de una ciudad que exterminó la utopía pero no su memoria?


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Jugué P4R. Monteagudo jugó P4R. Jugué C3AR. Monteagudo jugó C3AD. El ajedrez, dijo Monteagudo, al mover su caballo, es un juego feudal. Oh, escribí en una hoja de papel. Escribí: Sírvale, Angela, por favor, café al amigo Monteagudo. Y a mí, tráigame arroz con leche.
A5C. Monteagudo movió C3A, jugada cauta para un temperamento como el suyo, receloso y arrebatado. Noté que la fatiga lo abstraía a Monteagudo. Tomó su café y me leyó un artículo que firmó en La Gazeta.
El artículo reprocha a la Primera Junta y a uno de sus principales corifeos (elipsis que se presume elegante y que la prensa adoptó para señalar a Moreno), no haber equilibrado ardor con madurez, y sustituir designios de conciliación con las provincias por un plan de conquista. ¿Conciliación con quién, pensé, algo distraído, sin proponerme la distracción y el desencanto, quizá ya alojados en mí, por lo que escuchaba, mientras Monteagudo leía? ¿Con los dueños de las estancias pobladas con diez, veinte, treinta mil cabezas de ganado, que sólo aceptan, como bueno, que llueva, que las tierras de pastoreo no se les inunden, que el sol salga y se ponga, y que sus impuestos no sobrepasen el valor de dos, tres o cuatro novillos, haya guerra o no, haya rey o no? ¿con los paisanos que viven de la caza dela vaca, la caza más salvaje y menos riesgosa que nadie, en la tierra, haya imaginado? ¿Con los que sacan de arcas y bolsas de cuero recocido, monedas de plata y oro, ante la mirada estupefacta de los esclavos, y las ponen a secar al sol, para que moho y la humedad no las ennegrezcan, montañas tintineantes de monedas que sus abuelos y sus padres juntaron para borrar un pasado de porquerizos en la España de Isabel La Católica? ¿Conciliación con las provincias, que son nada sin sus propietarios, o con sus propietarios?
Al paso del ejército del Alto Perú por Salta -y eso lo vimos usted y yo, amigo Monteagudo: usted, tal vez, lo olvidó- se formó una tropa con paisanos voluntarios y la flor de los caballeros salteños. Esos caballeros salteños, conspicuos patriotas, pagaron de su bolsillo al armamento de la tropa. Esos caballeros salteños -tal vez usted lo olvidó, amigo Monteagudo-, cada uno acompañado por su criado, para que le lustrara las botas y le limpiara las armas, y el jefe de esos caballeros salteños, con catorce esclavos a su servicio -personas, según el señor Mariano Moreno, porque eran blancas y vestían de frac o de levita en sus salones o en los salones de sus amigos-, desfilaron por las quebradas de la muy noble provincia de Salta, patriotas e impacientes por heredar las plantaciones de azúcar y vid, los campos de trigo y las fábricas de sus padres. Y negociaron, a caballo, untuosos y febriles, con sus padres, la poseción de la heredad. O los asesinaron, cuando fue necesario, para persistir taimados y orgullosos cocmo sus padres, desalojados sus padres de la poseción de la heredad, por la negociación o el asesinato, en comprar a dos pesos y vender a cuatro, así no queden, del país, más que cenizas. Jugué A5C. Monteagudo, C3A.
Monteagudo, por lo que escuché, justifica la expedición al Alto Perú: fue secretario de la representación de la Primera Junta en esa expedición. Ese es un olvido que, por ahora, no puede permitirse. (¿A qué consentimientos, a qué incesantes abluciones purificadoras se entrega un jacobino que pretende aniquilar su pasado, que se desprende de él, acongojado, avergonzado, como de una ropa vieja y pringosa que se pegó al cuerpo en un momento de desdicha?) Tache, Castelli, la pregunta que encerró entre paréntesis. Todavía no, escribe Castelli. ¿A qui´n alude, Castelli, con la pregunta encerrada entre paréntesis? Castelli no lo sabe, escribe Castelli. No lo sabe Castelli ni el actor que representa a Castelli en el escenario silencioso de una habitación sin ventanas, ni el público que, silencioso, contempla al actor mudo que representa el papel de Castelli, en una habitacion sin ventanas.
Monteagudo me preguntó que opinaba del artículo. Jugué P3D. Y escribí: ¿Qué opina la policía de su artículo? No me interesa la opinión de la policía, dijo Monteagudo, si es que sé a quién se refiere. Y jogó P3D. Escribí oh. ¿Qué me quiere decir con ese oh? Y, por fin, Monteagudo sonrió. Es un hermoso muchcho cuando sonríe; lo vi sonreír muy pocas veces: ésta es una de ellas. ¿Más café?, escribí. No deseaba que se marchase, a pesar de su fatiga, de su desgano, de ese núcleo de hielo que guía sus actos, y que sus imprevistos arrebatos esconden, y que yo no alcanzaré a develar.
Pasé un buen día: la boca no me jodió. ¿Para qué privarme de la compañía de Monteagudo, que es uno de los nuestros - el único, tal vez- que golpea la puerta de esta pieza, una o dos tardes por semana, riéndose, él que no se ríe nunca, de los alcahuetes del poder que le insinúan que convendría a su seguridad y a su futuro espaciar las visitas a un leproso político? ¿Para qué escribí, entonces, que ardor y madurez se contradicen, y que la madurez crece cuando el ardor aprende? Escribí: somos oradores sin fieles, ideólogos sin discípulos, predicadore en el desierto. No hay nada detrás de nosotros; nada debajo de nosotros, que nos sostenga. Revolucionarios sin revolución: eso somos. Para decirlo todo: muertos con permiso. Aun así, elijamos las palabras que el desierto recibirá: no hay revolución sin revolucionarios. Jugué P3A.
Monteagudo se levantó de su silla, bordeó la mesa, por la derecha, leyó, por encima de mi hombro, lo que escribí. Volvió a sentarse, y me miró, pensativo. Jugó P3CR, y sus dedos acariciaron largamente la cabeza del peón. ¿Más café?, escribí. Y alcé la hoja de papel, para que Monteagudo leyera lo que escribí.
Sí, dijo Monteagudo, los ojos fijos en el tablero de ajedrez. Pídale, por favor, dos tazas a Angela. La mía sin azúcar, escribí.
Al rato regresó Monteagudo. Angela, que nos sirvió café, me pasó los brazos poe el cuello:
¿Está bien, padre?
Sí, Angela. Muchas gracias, escribí en la hoja de papel. Y le besé las manos, entrelazadas sobre mi pecho. La boca no me jodía. Monteagudo acaba de irse. Transcribo al cuaderno lo que escribí, durante la tarde, en la hoja de papel.


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¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía? ¿Porqué, con la suficiencia pedante de los conversos, muchos de los que estuvieron de nuestro lado, en los días de mayo, traicionan la utopía? ¿Escribo de causas o escribo de efectos? ¿Escribo de efectos y no describo las causas? ¿Escribo de causas y no describo los esfectos?


Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia.

(extraido de http://www.literatura.org/25Mayo/25Mayo_Rivera.html)

Haffner
00:00 del 25 de mayo del 2004,en el Cafe de los Ciegos



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